El calibrador de estrellas - Una mirada occidental desde dentro de China

2025-10-21 01:52
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     Por Julio Ceballos, consultor español de desarrollo de negocio en China y autor de Observar el arroz crecer y El calibrador de estrellas

¿Por qué se escribió este libro?

Durante veinte años he trabajado, aprendido y convivido con China. En ese tiempo, este país no solo se ha transformado en una superpotencia económica y tecnológica; también me ha transformado a mí. Lo que comenzó como un reto profesional terminó convirtiéndose en un viaje profundo de aprendizaje y reflexión. Mi libro El calibrador de estrellas nace de esa experiencia: de observar desde dentro cómo China ha reescrito su destino, y de la necesidad urgente de que Europa mire con nuevos ojos este proceso. No desde el prejuicio, sino desde el entendimiento. No desde el miedo, sino desde el asombro y el análisis.

Este libro no pretende dar respuestas cerradas, sino ofrecer preguntas y reflexiones que sirvan de brújula. Está escrito desde la experiencia de años viajando, observando y negociando con personas cinas, desde la convicción de que, aunque nuestras circunstancias y culturas varíen, los seres humanos compartimos inquietudes esenciales: el deseo de prosperar, la búsqueda del beneficio mutuo y la necesidad de convivir en paz. En sus páginas se entrelaza el análisis geopolítico y antropológico, con observaciones sobre economía, cultura y tecnología. Todo ello con un objetivo claro: mirar más allá de la inmediatez y tratar de comprender las fuerzas profundas que están moldeando el siglo XXI.

Introducción y planteamiento del libro

En un mundo que cambia a una velocidad nunca antes vista, detenerse a observar con calma se ha convertido en un acto poco común. Sin embargo, a veces es precisamente esa pausa la que nos permite comprender mejor el rumbo que estamos tomando. El calibrador de estrellas nace de esa necesidad: la de ajustar nuestra mirada para entender un planeta interconectado, acelerado, complejo, diverso y, al mismo tiempo, lleno de retos comunes.

China es uno de los actores principales en este siglo XXI y ocupa hoy un papel central en la economía global, en la innovación tecnológica y en la lucha contra desafíos planetarios como el cambio climático. Comprender cómo interactúa con el resto del mundo no es solo un ejercicio intelectual: es una necesidad para cualquiera que quiera anticipar el futuro. Este es un libro sobre cómo China, sus empresas y sus ciudadanos buscan su lugar en un tablero cada vez más complejo. En definitiva, El calibrador de estrellas es una invitación a levantar la vista, ampliar la mirada y descubrir que, aunque las distancias físicas se mantengan, las distancias culturales pueden acortarse si estamos dispuestos a escuchar y aprender.

El título remite a un antiguo instrumento que usaban los astrónomos de la China Imperial para estudiar los movimientos de los astros celestes. Así como los antiguos observadores del firmamento recalibraban sus decisiones en función de los astros, Europa necesita recalibrar su brújula estratégica en un mundo que ha cambiado y que no va a volver a ser como era en el siglo XX. Además, El calibrador de estrellas es el nombre de un poema palindrómico chino del siglo VI, el más complejo jamás escrito por un ser humano, compuesto por una mujer. Es un símbolo perfecto: hay muchas formas de resolver los desafíos globales. Y el éxito de China demuestra que no existe una única manera de modernizarse. Toda una metáfora.

Cuando llegué por primera vez a China, hace dos décadas, lo hice con curiosidad, respeto y cierta incertidumbre. Había leído y estudiado sobre este país, pero pronto descubrí que nada sustituye a la experiencia directa, a la convivencia diaria, al intercambio comercial y a los pequeños detalles que solo se aprecian cuando se vive dentro. En estos años, he visto a China transformarse a un ritmo que, para un europeo, resulta difícil de asimilar: ciudades que antes parecían modestas se han convertido en metrópolis conectadas por trenes de alta velocidad, zonas rurales que no tenían más que carreteras polvorientas cuentan ahora con servicios digitales que permiten a un agricultor vender su cosecha a miles de kilómetros, empresas emergentes han pasado de un taller improvisado a liderar sectores de vanguardia como la inteligencia artificial o la energía renovable.

Pero, al mismo tiempo, también he visto que, bajo esa superficie dinámica, permanecen constantes profundas: la disciplina con la que se planifica, el valor que se concede a la educación, una fuerte cultura del esfuerzo, la capacidad de adaptarse colectivamente ante las dificultades y una identidad cultural que actúa como pegamento social. Una de las experiencias más reveladoras que me ha brindado China es precisamente comprender que el desarrollo no es una sucesión de impulsos improvisados, sino un camino que se mide en décadas, no en legislaturas. En Europa, el horizonte político suele estar condicionado por ciclos de cuatro o cinco años, con programas que a menudo se desdibujan tras un cambio de gobierno. En China, en cambio, he visto cómo los planes se diseñan y ejecutan con un sentido de continuidad que trasciende el momento.

Mi trabajo como consultor de desarrollo de negocio y mi convivencia con ciudadanos chinos me han permitido mirar con ojos atentos, a comparar sin prejuicios y a tratar de entender no solo lo que se ve, sino las razones y los valores que lo explican. Este esfuerzo me ha enseñado que China no es un bloque homogéneo ni un misterio impenetrable: es un mosaico vivo, en el que conviven innovación y tradición, pragmatismo y ambición, paciencia estratégica y velocidad de ejecución.

Este texto no pretende ser un retrato exhaustivo ni una guía definitiva. Es, más bien, una invitación a recorrer, de la mano de experiencias concretas, algunas de las lecciones que he aprendido en China y que considero valiosas para cualquier sociedad. Lecciones sobre cómo se planifica a largo plazo, cómo se invierte en capital humano, cómo se innova con un propósito claro y cómo se cultiva la resiliencia colectiva. No es un ejercicio de admiración acrítica ni de comparación idealizada. Es un intento honesto de tender puentes entre dos realidades —la europea y la china— que necesitan comprenderse mejor mutuamente, tanto para cooperar, como para competir o convivir. Porque, en un mundo cada vez más interdependiente, el verdadero desafío no es competir sin mirarnos, sino aprender a mirarnos sin dejar de avanzar.

Bloque I – Paciencia estratégica: la fuerza de mirar lejos

El tiempo como materia prima

Si hay algo que define la forma en que China concibe su desarrollo, es la relación que mantiene con el tiempo. Para un europeo, habituado a que las agendas políticas se midan en legislaturas y las decisiones empresariales en trimestres fiscales, resulta casi desconcertante encontrarse con un país que diseña proyectos pensando en horizontes de veinte, treinta, cincuenta o, incluso, a un siglo vista. Esta mentalidad se percibe en todos los niveles. No es exclusiva de los grandes ministerios en Pekín; la he encontrado en oficinas de distrito, en pequeños empresarios y hasta en cooperativas rurales. La primera vez que lo vi con claridad fue en la oficina de un funcionario local en una ciudad de cuarta categoría de la provincia de Sichuan. El despacho, sobrio pero bien iluminado, tenía como protagonista un mapa mural que ocupaba la pared principal. En él, diferentes colores representaban zonas agrícolas, áreas residenciales proyectadas, futuras infraestructuras logísticas y corredores verdes para preservar el entorno natural de la municipalidad.

El funcionario, de trato cordial y voz pausada, señalaba con un puntero cada una de esas áreas mientras explicaba cómo, en 2005, se habían tomado decisiones que en ese momento apenas daban beneficios visibles, pero que dos décadas más tarde estaban consolidando una economía local más diversificada, un entorno más habitable y una red de transporte más eficiente. “En nuestro trabajo —me dijo— no se trata de correr para llegar primero, sino de preparar el terreno para que otros puedan correr cuando sea oportuno”. Me recordó algo esencial: el desarrollo sostenible no es una carrera de velocidad. No es un sprint, sino una maratón. Planificar no es rigidez; es sabiduría institucional. Recuerdo cómo, a lo largo de la conversación, me dijo: “Nuestro trabajo es plantar árboles bajo cuya sombra no nos sentaremos”. Esa frase condensa la mentalidad de continuidad que he observado en China: se trabaja para un futuro que quizá no llegue a ver quien lo pilota, pero que se confía en dejar preparado para futuras generaciones.

Los planes quinquenales: bisagras del desarrollo

Esa preparación del terreno tiene su marco en los planes quinquenales. Desde Europa, estos documentos pueden parecer ejercicios de planificación rígida, propios de otro tiempo. Desde China, se entiende que funcionan como bisagras que unen las piezas de un proyecto mucho mayor. Cada plan recoge los objetivos del anterior, introduce ajustes y abre la puerta a la siguiente etapa.

Un ejemplo claro lo vi en una comarca de Shandong donde, en un primer plan, se construyó una carretera secundaria que conectaba varios pueblos agrícolas con la ciudad más cercana. En el siguiente, esa carretera se amplió y se dotó de accesos a nuevos polígonos industriales. En el tercero, se conectó con una autopista que llevaba al puerto marítimo más importante de la provincia. Lo que en su momento parecía una obra menor se convirtió, con el tiempo, en un eje estratégico para el comercio regional.

En Europa, un cambio de gobierno puede implicar la paralización o modificación radical de proyectos en marcha. En China, aunque también hay cambios de prioridades, la hoja de ruta básica se mantiene, lo que permite que inversiones de gran envergadura tengan sentido a largo plazo y no se conviertan en ruinas prematuras.

Meritocracia en la práctica

Detrás de esta continuidad hay un sistema de promoción profesional que premia la experiencia, los logros y los resultados. Antes de llegar a dirigir una ciudad importante, un funcionario ha pasado por etapas que ponen a prueba su capacidad de ejecución. En Europa, muchas veces elegimos a nuestros líderes políticos por su carisma, su capacidad oratoria o por popularidad mediática. En China, lo hacen por resultados. Gobernadores, alcaldes, ministros: todos deben demostrar eficiencia, capacidad de ejecución y visión estratégica, antes de llegar a puestos relevantes de gobierno. En China, el alcalde de una ciudad Tier-4 o superior, antes de llegar a ese puesto, se ha formado como ingeniero, luego como gestor de infraestructuras y, tras veinte años manejando equipos, presupuestos y crisis, acaba liderando una ciudad de más de un millón de personas.

Seleccionar talento no es elitismo: es responsabilidad. La política, en China, se entiende como una profesión exigente que requiere mérito, credenciales, experiencia y formación. Esta meritocracia es uno de los motores silenciosos del desarrollo chino. En cada puesto, se evalúa su rendimiento y se determina si está preparado para asumir responsabilidades mayores. Este modelo, claro, no elimina todos los problemas —ningún sistema lo hace—, pero sí establece una lógica en la que la trayectoria importa más que la visibilidad mediática.

Escenarios que maduran despacio

Uno de los ejemplos más visuales de esta paciencia estratégica lo vi en las afueras de una ciudad del interior. Allí, una avenida amplia y perfectamente asfaltada parecía conducir a ninguna parte. A ambos lados, parcelas vacías y algunas farolas que aún no se encendían por falta de conexión eléctrica. Pregunté cuándo esperaban que esa zona estuviese ocupada. La respuesta fue inmediata: “En unos quince años”.

Lejos de ser un despilfarro, aquella avenida formaba parte de un plan para trasladar industrias contaminantes fuera del centro urbano, liberar espacio para parques y zonas residenciales, y conectar la ciudad con un futuro parque tecnológico. El trazado estaba listo antes de que llegara la demanda, para que el crecimiento no fuera improvisado ni caótico.

Este enfoque a largo plazo no significa que China avance despacio. Al contrario: cuando las condiciones están preparadas, la velocidad de ejecución es asombrosa. La construcción de líneas de tren de alta velocidad o de parques industriales completos en cuestión de meses es posible precisamente porque la planificación previa ya ha resuelto el “cómo” y el “para qué”.

Un espejo para Europa

Europa tiene una riqueza institucional y un capital humano admirables, pero a menudo padece lo que podríamos llamar “miopía estratégica”: la dificultad para sostener políticas de largo alcance más allá del ciclo electoral. Esto no significa que debamos copiar el modelo chino, sino que podemos inspirarnos en su capacidad para mantener el rumbo en proyectos esenciales.

La transición energética, la inversión en innovación tecnológica, la modernización de infraestructuras o la regeneración urbana son desafíos que, sin una visión de décadas, corren el riesgo de quedarse a medias o de convertirse en parches sucesivos. Incorporar mecanismos de continuidad y “pactos de Estado” —acuerdos básicos que trasciendan el debate político del momento— sería un paso para que la planificación europea gane la profundidad temporal que he visto aquí.

El valor de sembrar para otros

Quizá la lección más importante que me ha dejado observar la planificación china es que, en muchos casos, quienes siembran no serán quienes recojan la cosecha. Esta idea, tan contraintuitiva en culturas donde el reconocimiento personal y rápido es la norma, aquí se asume con naturalidad. El orgullo no está en inaugurar, sino en dejar preparado el terreno para que otros inauguren.

En un mundo donde la presión por el corto plazo es cada vez mayor, esta filosofía ofrece un contrapunto valioso. Pensar en décadas, no en semanas; construir cimientos, no solo fachadas; preparar el terreno aunque uno no vea el fruto. Eso, en definitiva, es lo que podríamos llamar la fuerza de mirar lejos.

Bloque II – Capital humano: educar para adaptarse

La educación como columna vertebral

En China, la educación no es solo un derecho o una obligación: es la columna vertebral de la movilidad social y, en buena medida, de la cohesión nacional. Lo que más me sorprendió al vivir aquí fue comprobar que esta prioridad no es únicamente un discurso oficial. Está profundamente arraigada en la vida cotidiana de millones de familias.

He visitado hogares en los que la sala principal no se organizaba en torno a un televisor, sino a una gran mesa de estudio. Estanterías repletas de manuales de matemáticas, libros de historia, diccionarios y cuadernos de ejercicios ocupaban las paredes. Un flexo bien orientado presidía el espacio. La decoración era mínima: lo importante no era el adorno, sino la utilidad.

En una familia de Fujian, con ingresos modestos, los padres dedicaban cada noche a repasar con su hija las lecciones aprendidas en clase. “No podemos darle herencias materiales —me dijo el padre—, pero podemos dejarle el conocimiento como legado.” Esta frase resume bien el enfoque: aprender es la inversión más segura y duradera que se puede hacer.

En las ciudades, esta convicción se traduce en jornadas escolares largas y en un calendario cargado de actividades extracurriculares. Pero la misma actitud se encuentra en zonas rurales, donde las limitaciones materiales no disminuyen la ambición educativa. Esta cultura del esfuerzo no está exenta de tensiones. Hay un debate creciente sobre la presión académica y sus efectos en el bienestar de los estudiantes. Sin embargo, el consenso general sigue siendo que, para adaptarse a un mundo incierto, la educación rigurosa es imprescindible.

Aprender para crear

En Shenzhen, ciudad símbolo de la innovación china, conocí a una adolescente que participaba en un club de robótica desde los once años. Sus padres, trabajadores de una fábrica, renunciaron a vacaciones para pagar las cuotas de la actividad. “No queremos que solo sepa usar la tecnología —me dijeron—. Queremos que entienda cómo funciona y pueda crearla.”

Este tipo de formación temprana no es un lujo reservado a las élites. Existen programas públicos y asociaciones privadas que acercan la ciencia y la tecnología a los estudiantes de distintos niveles socioeconómicos. La idea es preparar a los jóvenes no solo para adaptarse a las innovaciones, sino para protagonizarlas.

El hábito de leer

Uno de los rasgos más llamativos que he observado en China es la importancia de la lectura como actividad cotidiana. En una biblioteca pública de una ciudad mediana, un sábado por la tarde, casi todas las mesas están ocupadas: estudiantes preparando exámenes, jubilados leyendo periódicos o novelas y niños explorando la sección infantil. Vi a padres recomendando libros a sus hijos, parejas comentando ensayos y grupos de jóvenes compartiendo lecturas. La escena me recordó que, en una sociedad tan orientada al futuro, la lectura cumple una doble función: ampliar el conocimiento y ofrecer un espacio de reflexión.

Un taxista en Nanjing me contó que, aunque su jornada de trabajo terminaba tarde, dedicaba una hora diaria a leer en su teléfono. No se trataba de novelas ligeras, sino de ensayos y artículos sobre historia y economía. “Así aprendo a entender el mundo y puedo educar mejor a mis hijos”, dijo con naturalidad.

Identidad cultural como anclaje

Una de las cosas que más me ha impresionado de China es cómo ha cultivado su identidad cultural. A través del cine, la educación, la gastronomía o los rituales cotidianos, la cultura china se presenta no como un recuerdo del pasado, sino como una estrategia de futuro. Este orgullo identitario explica quién es China hoy y de donde viene. Es una forma de cohesión social que forma ciudadanos con raíces firmes y mente abierta. Esa combinación es un activo estratégico que en Europa hemos empezado a echar de menos.

La educación en China integra las disciplinas STEM con una formación cultural que conecta a los estudiantes con su historia y tradiciones. En las aulas se estudia literatura clásica junto a física cuántica, filosofía junto a programación. Esta combinación transmite un mensaje claro: es posible mirar al futuro sin romper con el pasado.

Además, en un mundo en constante transformación, la educación no se limita a transmitir conocimientos, sino que busca desarrollar la capacidad de aprender continuamente. He conocido a profesionales que, tras décadas en un sector, se han reciclado por completo gracias a programas de formación patrocinados por sus empresas o gobiernos locales. Ingenieros que se convierten en expertos en energías renovables, agricultores que aprenden comercio electrónico, docentes que incorporan herramientas digitales en sus clases.

La experiencia china muestra que invertir en capital humano no es un lujo para tiempos de bonanza, sino una necesidad estratégica. La educación rigurosa, el acceso a la tecnología desde edades tempranas, el fomento de la lectura y la integración de la identidad cultural forman un conjunto coherente que prepara a la población para afrontar retos imprevisibles.

No se trata de idealizar este sistema —que tiene sus propias tensiones y desafíos—, sino de reconocer que, en un mundo que cambia a velocidad vertiginosa, la capacidad de adaptarse sin perder el rumbo es la ventaja competitiva más valiosa.

Bloque III – Innovar con propósito

En muchos países, la innovación se asocia con grandes anuncios, patentes registradas o laboratorios futuristas. En China, además de todo eso, hay un matiz muy marcado: la innovación se mide también por su pragmatismo: su capacidad para resolver problemas concretos y mejorar la vida cotidiana.

He visto esta lógica tanto en zonas rurales como en metrópolis. En un pueblo agrícola de Yunnan, un productor de frutas mostraba con orgullo cómo recibía pagos mediante una aplicación móvil. Para él, la digitalización no era una novedad caprichosa, sino un cambio radical en la forma de vender: podía llegar a clientes en otras provincias sin depender de intermediarios, cobrar al instante y planificar su producción con más precisión.

Detrás de esta escena hay años de trabajo en infraestructura digital, formación y diseño de plataformas. No basta con instalar antenas o cables: hay que enseñar a la gente a usar las herramientas y, sobre todo, demostrarles que les aportan valor real. La integración tecnológica en las zonas rurales es un caso emblemático de cómo se aplica la innovación con un propósito claro. En muchos lugares, el salto no ha sido gradual, sino directo: comunidades que pasaron de depender casi exclusivamente del efectivo a utilizar pagos móviles en cuestión de meses.

Este tipo de cambios no son fruto de la casualidad. Responden a políticas deliberadas: subsidios para dispositivos, programas de alfabetización digital, incentivos para comercios que adoptan pagos electrónicos y plataformas que adaptan sus interfaces a usuarios con poca experiencia tecnológica.

Ciudades inteligentes: laboratorios a escala real

En el otro extremo geográfico y socioeconómico, las grandes ciudades funcionan como laboratorios de innovación a escala real. He recorrido barrios de Shanghai, Changsha, Wuhan o Hangzhou donde la gestión del tráfico se ajusta en tiempo real mediante sensores y cámaras que detectan flujos y patrones. Esto no solo reduce atascos: también optimiza el consumo de combustible y disminuye la contaminación.

En algunas zonas, la recogida de basura se coordina con sistemas de aviso que notifican cuándo los contenedores están llenos. Esto evita desplazamientos innecesarios de los camiones y reduce costes operativos. Estos avances se integran en la vida diaria sin grandes campañas de marketing. Para los ciudadanos, forman parte de un ecosistema urbano que simplemente “funciona mejor”.

Hay un aspecto que me parece especialmente interesante: la innovación en China no se limita a crear algo totalmente nuevo. También implica adaptar, mejorar y escalar tecnologías existentes. Este pragmatismo acorta los plazos de implantación y permite que las mejoras lleguen antes al mercado. En lugar de esperar una “revolución tecnológica” cada pocos años, se cultiva una evolución continua que acumula ventajas competitivas.

Inteligencia artificial con brújula ética

La inteligencia artificial es un campo donde la ambición tecnológica se combina con un debate ético cada vez más explícito. En conferencias y reuniones, he escuchado a investigadores y responsables políticos repetir que la IA debe servir para reducir desigualdades, no para ampliarlas.

Esto se traduce en iniciativas como sistemas de IA para diagnóstico médico en hospitales rurales, herramientas de aprendizaje adaptativo en educación o plataformas que ayudan a optimizar el consumo energético en comunidades.

La preocupación por los riesgos también está presente. Hay marcos regulatorios que buscan evitar el uso abusivo de datos, proteger a colectivos vulnerables y asegurar que los beneficios se distribuyan de forma equitativa. No siempre es sencillo equilibrar estas aspiraciones con la velocidad de desarrollo, pero el hecho de que la cuestión ética forme parte de la conversación desde el principio ya marca una diferencia.

Comparaciones que invitan a reflexionar

En Europa, el ecosistema de innovación es diverso, plural y creativo, pero a menudo fragmentado. Las soluciones que funcionan bien en un país no siempre se adaptan fácilmente a otros, y la adopción masiva puede tardar años. La experiencia china muestra que, cuando se combinan inversión en infraestructura, formación y propósito social, la implantación puede ser mucho más rápida. El “go-to-market” es mucho más ágil y pragmático. Esto no significa que en Europa debamos replicar el modelo chino tal cual es, pero sí invita a pensar en cómo alinear mejor las políticas de innovación con las necesidades reales de la población, y cómo reducir la brecha entre el laboratorio y la vida diaria.

Innovar para todos

En última instancia, la innovación con propósito es la que no deja a nadie atrás. Desde el agricultor que ahora cobra con un clic hasta el paciente rural que accede a diagnóstico avanzado gracias a la IA, el objetivo es que los beneficios de la tecnología lleguen a todos los niveles de la sociedad.

Esa visión, combinada con una ejecución decidida, ha permitido que la innovación en China sea algo más que un escaparate de avances: es una herramienta práctica para mejorar la vida de cientos de millones de personas.

Bloque IV – Resiliencia y cohesión en tiempos inciertos

Resiliencia como práctica cotidiana

En los últimos veinte años, he visto a China enfrentarse a crisis de muy distinta naturaleza: desastres naturales, emergencias sanitarias, transformaciones económicas profundas, etc. En todas ellas, me ha llamado la atención una constante: la capacidad de reorganizarse rápidamente y de mantener un cierto sentido de propósito colectivo. A diferencia de otros lugares donde la solidaridad surge como reacción espontánea y puntual, aquí la cohesión parece ser un recurso ya planificado, listo para activarse cuando la situación lo exige. Esto no es fruto del azar, sino de una mentalidad cultivada durante generaciones, que combina la disciplina social con una visión de comunidad como algo más amplio que la suma de individuos.

Ese concepto del “bien común” ha demostrado una formidable resiliencia. Superar hambrunas, crisis, desastres, catástrofes, pobreza masiva… y convertirlo todo en energía transformadora no es solo resultado de políticas públicas: es una mentalidad colectiva. Esa idea de no rendirse, de avanzar juntos, de compartir el esfuerzo, define buena parte del alma china. Esta actitud se apoya en redes de confianza construidas con paciencia y en la convicción de que el esfuerzo compartido multiplica resultados.

El papel de la educación y la cultura

Esta capacidad de adaptación tiene raíces en la educación y en una identidad cultural que valora la perseverancia. Desde pequeños, los niños aprenden que el esfuerzo compartido, la disciplina y la paciencia son virtudes. Las historias tradicionales, la literatura clásica y las enseñanzas familiares refuerzan la idea de que superar dificultades forma parte del camino, no es una interrupción de él.

En la práctica, esto se traduce en una predisposición a asumir incomodidades temporales si el objetivo es claro y el beneficio común. La mentalidad de “aguantar juntos” no significa resignación ni conformismo, sino confianza en que el esfuerzo colectivo tendrá recompensa. Es desafección por el bien común, lastra a día de hoy a Europa donde el bienestar, a menudo, no se considera una victoria diaria sino un derecho exigible.

Cohesión como recurso estratégico

En un mundo cada vez más interconectado y propenso a las crisis globales, la cohesión social puede ser tan estratégica como la tecnología o las infraestructuras. China parece haber internalizado esta idea: sabe que las redes de apoyo mutuo no solo amortiguan el impacto de las crisis, sino que también facilitan la recuperación y la reconstrucción. Esto no es solo mérito de las políticas públicas, sino del tejido social que permite que esas políticas lleguen a donde deben y funcionen como se espera.

En Europa tenemos una rica tradición de cooperación comunitaria, pero en muchos lugares esa práctica se ha debilitado por el individualismo creciente y la fragmentación social. Las emergencias recientes —desde crisis financieras hasta pandemias— han demostrado que, cuando la cohesión es débil, la recuperación es más lenta y desigual. La experiencia china sugiere que cultivar la resiliencia no es cuestión de improvisar medidas cuando ocurre una crisis, sino de mantener viva la cooperación en el día a día.

Si se observa desde una perspectiva internacional, este aprendizaje abre un campo fértil para el intercambio de experiencias entre regiones como la Unión Europea y China. Ambas cuentan con tradiciones comunitarias y modelos de resiliencia distintos, pero complementarios: Europa puede aportar su bagaje en sistemas de bienestar, institucionalidad y cohesión supranacional; China, su experiencia en la movilización social, el compromiso común y en la capacidad de transformar retos en oportunidades colectivas. Encontrar puntos de encuentro entre ambas visiones no solo enriquecería a cada parte, sino que también ofrecería una valiosa referencia para un mundo que necesita, cada vez más, soluciones compartidas a desafíos comunes.

Más allá de la resistencia

La resiliencia china no consiste solo en “aguantar”. Tiene un componente de proactividad: identificar oportunidades incluso en momentos adversos. Este enfoque combina el instinto de supervivencia con la visión estratégica: no se trata de volver exactamente a lo de antes, sino de reconstruir sobre bases nuevas y más sólidas, manteniendo la claridad en la meta a alcanzar. Ninguna sociedad es inmune a las crisis, pero sí puede prepararse para afrontarlas mejor. La cohesión social y la resiliencia no se construyen de la noche a la mañana; requieren inversión en confianza, en educación cívica y en mecanismos de cooperación…y la conciencia de que la responsabilidad empieza por cada individuo. China no ha llegado a este punto sin dificultades ni contradicciones, pero su experiencia demuestra a Europa que, cuando estos elementos están presentes, la capacidad de recuperación se multiplica. En un mundo que parece encadenar una crisis tras otra, esa es una lección que vale la pena considerar.

Y es precisamente aquí donde se abren nuevas oportunidades: sin China y Europa, con sus diferencias y particularidades, son capaces de cooperar y competir, de compartir aprendizajes y buenas prácticas en resiliencia, cohesión y colaboración comunitaria, se crearán puentes de entendimiento que trascienden la coyuntura. Esto no significa uniformidad, sino respeto mutuo y reconocimiento de que existen múltiples caminos hacia un mismo objetivo: construir sociedades más fuertes, capaces de resistir la adversidad y, sobre todo, de transformar los desafíos en energía creadora.

En un escenario global marcado por tensiones y divisiones, la cooperación en torno a valores universales como la resiliencia, la cohesión social y el bien común puede convertirse en terreno fértil para un diálogo constructivo. Si algo nos enseña a los europeos la experiencia china es que las crisis, más que amenazas, pueden ser catalizadores de innovación y progreso. Por algo la palabra crisis en chino (危机) entraña en su significado tanto el “peligro” como la “oportunidad”. Por su parte, si algo nos recuerda la tradición europea es que la pluralidad cultural y la solidaridad organizada son fuerzas poderosas para sostener la estabilidad y el desarrollo. En el encuentro de estas dos visiones, el potencial de aprendizaje mutuo y de beneficio compartido es inmenso.

Conclusión: Una brújula para un mundo multipolar

Después de dos décadas trabajando y conviviendo con China, me resulta imposible resumir su complejidad en un puñado de afirmaciones sencillas. Lo que sí puedo ofrecer es una idea que recorre todos los aprendizajes recogidos en este texto: cada sociedad avanza según sus circunstancias, su historia y su cultura, pero todas pueden beneficiarse de mirarse en el espejo ajeno.

China ha construido su trayectoria reciente combinando cuatro pilares que, aunque no exclusivos, aquí han alcanzado una coherencia particular: paciencia estratégica, inversión sostenida en capital humano, innovación con propósito y resiliencia colectiva. Estos elementos se han entrelazado como las fibras de una cuerda que soporta tensiones, absorbe impactos y permite avanzar con firmeza.

Desde Europa, estas características pueden verse con una mezcla de admiración y cautela. Admiración por la magnitud de los logros; cautela para no caer en comparaciones simplistas. Nuestro contexto es distinto, nuestras instituciones responden a otras lógicas y nuestras prioridades se construyen sobre historias y valores diferentes a los chinos. Sin embargo, hay algo universal en la idea de aprender de lo que otros han hecho bien, de adaptar las lecciones ajenas a nuestra propia realidad. No se trata de imitar, sino de comprender. No consiste en competir a ciegas, sino de dialogar con conocimiento de causa. Al final, la verdadera fortaleza de una sociedad no está solo en su capacidad de producir riqueza o tecnología, sino en su habilidad para aprender de los demás sin perder su identidad.

Si algo he aprendido en estos años es que la comprensión mutua no es un lujo académico ni una cortesía diplomática: es una estrategia de supervivencia. Y que, en un “firmamento global” que cambia con rapidez, el valor de un buen calibrador de estrellas radica en recordarnos que, aunque cada uno navegue su propio barco, todos compartimos el mismo cielo. La experiencia de China enseña al mundo que la modernización no es una fórmula única. No hay una sola vía, una sola receta ni un único modelo. Cada civilización tiene su propia especificidad y sus modelos no intercambiables, pero puede encontrar su propio camino combinando con inteligencia liderazgo, educación, paciencia, visión estratégica, innovación y cohesión social. Porque en un mundo cada vez más interconectado y multipolar, entender cómo piensan, planifican y actúan otros es tan importante como perfeccionar nuestras propias estrategias. El calibrador de estrellas es, en definitiva, una metáfora de lo que necesitamos: herramientas para ajustar nuestra brújula en un firmamento cambiante. Y, sobre todo, la disposición a aprender de otros sin dejar de ser nosotros mismos.

Mi propósito al compartir estas observaciones es ofrecer una mirada occidental a China que permita a Europa entender mejor una forma distinta de enfrentar los desafíos. El calibrador de estrellas es, en última instancia, un libro escrito por un occidental que ha intentado mirar a China no con exotismo ni temor, sino con curiosidad, humildad y respeto. Es una invitación a aprender sin idealizar, a inspirarse sin imitar. Un gesto de admiración hacia un país que ha demostrado que, cuando se quiere, se puede.

Ojalá esta mirada a China, desde dentro, despierte el interés de algún editor chino que quiera compartir esta reflexión con más lectores de este país fascinante. Porque la buena literatura, como las buenas ideas, no tienen pasaporte.



 Artículo cortesía de People's Daily, 20 de octubre de 2025


 

Imagen cortesía de Vive Campoo 


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